Nardone, G y Watzlawick (1992):

La cibernetica y la terapia sistemica

El título de este capítulo ha sido tomado de un ensayo del famoso cibernético Heinz von Foerster, quien lo considera su imperativo estético. Aunque postulado en un contexto diferente (Foerster 1973), expresa no obstante lo que considero que es un aspecto importante de la evolución de la terapia (la omisión del prefijo «psico» antepuesto la palabra «terapia» no es un descuido, como pienso explicar a lo largo de mi posición).

No sé cómo puede haber surgido la idea exactamente contraria al imperativo de Von Foerster – esto es, la idea de que para obrar de un modo diferente sea necesario antes aprender a ver el mundo de un modo diferente – y había tomado luego un valor dogmático en nuestro campo. Por muy diferentes y hasta contradictorias entre sí como puedan ser las escuelas clásicas y la filosofía de la psicoterapia, una de las condiciones que comparten resueltamente es que el conocimiento del origen y del desarrollo de un problema en el pasado es la condición previa para su solución en el presente. Sin duda alguna, una de las motivaciones irresistibles para esta manera de ver reside en el hecho de que se haya impresa en el modelo del pensamiento y de investigación científica lineal, un modelo al que cabe atribuir el vertiginoso progreso de la ciencia en los últimos trescientos años.

Hasta mediados del siglo XX, era relativamente pocos quienes ponían en duda la presunta valía definitiva de una concepción científica del mundo basada en la causalidad estrictamente determinista, lineal.

Freud, por ejemplo, no dio motivo alguno para ponerla en duda. «Al menos en las antiguas inmaduras ciencias, existe incluso hoy en día un sólido fundamento que se modifica y mejora, pero que no se destruye (Freud 1964). Esta afirmación no reviste un mero interés histórico. Vista desde la perspectiva actual, nos hace conscientes del carácter evanescente de los paradigmas científicos, tanto si se ha leído como si no se leído a Khun (1970).

Pero ingenuamente creerse que bastaría considerar la historia del siglo XX para no tener ninguna duda acerca de las consecuencias terribles producidas por la ilusión de haber hallado la verdad definitiva y, por tanto, la solución final. Pero la evolución de nuestro campo, normalmente con un retraso de una treintena de años, no ha llegado en modo alguno a comprobar esta misma afirmación. Innumerables horas de discusiones «científica» y decenas de miles de páginas de libros y publicaciones se han malgastado constantemente para demostrar que, siendo el modo propio de ver la realidad el único justo y verdadero, todo aquel que vea la realidad de otro modo al estar necesariamente equivocado.

Un buen ejemplo de terror lo constituye el libro de Edward Glower, Freud or Jung? (1956), en el que esté eminente autor emplea cerca de 200 páginas para decir lo que podría ser dicho en una sola frase, esto es, Jung estaba equivocado porque estaba en desacuerdo con Freud. Esto, cabalmente, es lo que _Glover mismo afirma finalmente en la página 190 de la versión italiana (1978); «como hemos visto, la tendencia más consistente la psicología jungiana en la negación de cualquier aspecto importante de la teoría freudiana.» Ciertamente, escribir un libro de este género debería ser considerado una pérdida de tiempo, a menos que el autor y sus lectores estén convencidos de que su punto de vista es el adecuado y que, por ello, cualquier otros erróneo.

Haya algo más que el desarrollo de nuestra profesión no debe hacernos descuidar. El supuesto dogmático de que el descubrimiento de las causas reales del problema actual es un conditio sine qua para cambiar da origen a lo que Karl Popper ha llamado un enunciado que se autoinmuniza, es decir, una hipótesis que se legitima tanto con su cumplimiento como con su fracaso, convirtiéndose por lo mismo en un enunciado no falsable. En términos prácticos, si el mejoramiento de un paciente es el resultado de lo que en teoría clásica se llama insight, entonces ello constituye la prueba de la corrección de la hipótesis que enuncia que es necesario hallar en el inconsciente las causas reprimidas, olvidadas. Si el paciente no mejora, entonces ello es prueba de que la búsqueda de estas causas no se ha dirigido hacia el pasado con suficiente profundidad. La hipótesis vence en cualquier caso.

Una consecuencia correlativa a la convicción de poseer la verdad última es la facilidad con la que quien lo cree puede refutar toda evidencia en contrario.

El mecanismo que ello implica es bien conocido por los filósofos de la ciencia, pero no generalmente por los clínicos. Un buen ejemplo lo ofrece la recesión de un libro se trata de la terapia conductista de las fobias: la reseña culmina en afirmación de que el autor del libro define las fobias «de un modo aceptable sólo por los teóricos del condicionamiento, pero no satisface los criterios que exige la definición psiquiátrica de este trastorno. Por consiguiente, sus afirmaciones no pueden aplicarse las fobias, sino a otras situaciones» (Salzman 1968, p. 476).

La conclusión es inevitable: una fobia que mejora por efecto de la terapia conductista es, por esta razón, una no fobia. Se tiene la sensación de que tal vez parece más importante salvar las teorías antes que el paciente, y vuelve a la mente el dicho de Hegel: «si los hechos no se adecuan a la teoría, tanto peor para ellos» (Hegel era probablemente una mente excesivamente superior para no hacer una afirmación de este género más que en un tono irónico. Pero puedo equivocarme. El marxismo hegeliano, en verdad, lo tomó trágicamente en serio).

Por último, no podemos por más tiempo permitirnos permanecer ciegos en relación a otro error epistemológico, como lo habría llamado Gregory Bateson. Con demasiada frecuencia descubrimos que las limitaciones inherentes a una hipótesis dada son atribuibles al fenómeno que la hipótesis, se supone, debería aclarar. Por ejemplo, en el seno de la estructura de la teoría psicodinámica, la remoción del síntoma debería llevar necesariamente a la sustitución del agravamiento del síntoma mismo, no porque ésta complicación sea de alguna forma inherente a la naturaleza de la mente humana, sino porque se impone lógica y necesariamente a partir de las premisas de aquella teoría.

En medio de tan complicados pensamientos también podemos imaginar que somos presa de una fantasía desconcertante: si aquel hombrecillo verde de Marte llegase y nos pidiera que le explicásemos nuestras técnicas para provocar cambios en los hombres, y nosotros sólo le expusiéramos, ¿no se gastaría la cabeza (o su equivalente) por la incredulidad y nos preguntaría por qué se nos han ocurrido teorías tan complicadas, abstrusas y poco concluyentes, en vez de, y de todo, investigar acerca de cómo sucede cambio, en el hombre, de modo natural y espontáneo y a partir de hechos cotidianos? Quisiera por lo menos indicar alguno de los antecesores de aquella idea tan razonable práctica que Von Foerster ha resumido tan acertadamente con su imperativo estético.

Uno de ellos es Franz Alexander, a quien se debe el importante concepto de experiencia emocional correctiva; nos dice (Alexander y French 1946): «durante el transcurso del tratamiento, necesario -ni tampoco posible -evocar todos los sentimientos que han sido reprimidos. Es posible alcanzar resultados terapéuticos sin que el paciente evoque todos los detalles importantes de su historia pasada; en realidad, ha habido buenos resultados terapéuticos incluso en casos en que no ha sido liberado a la superficie ni un sólo recuerdo olvidado. Ferenczi y Rank fueron de los primeros en reconocer este principio y aplicarlo en terapia. No obstante,  la antigua convicción de que el paciente sufre con los recuerdos a incidir y penetrado tan profundamente en la mente de los analistas que incluso hoy en día les es difícil a muchos reconocer que el paciente está sufriendo no tanto por los propios recuerdos como por su incapacidad de hacer frente a los problemas reales del momento. Los acontecimientos del pasado han preparado, claro está, el camino a las dificultades del presente, pero toda reacción de la persona depende, en definitiva, de los modelos de conducta sumidos en el pasado.»

Algo más adelante que el autor afirma que «esta nueva experiencia correctiva puede proporcionarla la relación de transferencia, las nuevas experiencias vitales o ambas causas a la vez» (Alexander y French 1946, página 22). Aunque Alexander atribuyen importancia mucho mayor al experiencia del paciente en las situaciones de transferencia (porque éstas no han sido a acontecimientos casuales, sino inducidos por el rechazo del analista a dejar sin poner un rol parental), no es obstante consciente de que es propiamente el mundo externo el que suministra aquellos acontecimientos casuales que pueden provocar un cambio profundo duradero. De hecho, en su Psychoanalysis and psychotherapy (Alexander 1956, página 92), afirma específicamente que «esas intensas y reveladoras experiencias emocionales nos dan la clave para la comprensión de los resultados terapéuticos enigmáticos obtenidos en un tiempo considerablemente más breve de lo que es usual en psicoanálisis».

En relación con esto, Alexander (Alexander y French 1946, página 68 -70) hace referencia famoso relato de Víctor Hugo sobre Jean Valjean, en Los miserables. Valjean, un criminal violento, tras su liberación después de una larga permanencia en la cárcel que lo había vuelto todavía más brutal, es sorprendido robando los objetos de plata de la diócesis. Es conducido ante el obispo quien, en vez de tratarlo, un ladrón, le pregunta con mucha amabilidad por qué ha olvidado dos candelero de plata que formaban parte del regalo que él le había hecho. Esta amabilidad cambia totalmente el modo de ver de Valjean. Todavía bajo el efecto de la turbación causada por la «reestructuración» de la situación operada por el obispo, Valjean encuentra un muchacho, Gervais, que, jugando con sus monedas, pierde una pieza de cuarenta sous, Valjean pone el pie sobre la moneda impidiendo que Gervais la recupere. El muchacho llora, le pide desesperadamente que le devuelva su moneda y, al final, se va. Sólo entonces, a la luz de la generosidad del obispo, Valjean se da cuenta de cuán horrorosamente cruel e su comportamiento es sólo una hora antes le habría parecido de lo más normal. Corre tras Gervais, pero no llegué encontrarlo.

Víctor Hugo explica: «tuvo la impresión de que la comprensión del obispo el salto más formidable que jamás hubiera sufrido; que su dureza habría perdurado si hubiese resistido su clemencia; que si él hubiese servido, habría debido renunciar al odio con el que las acciones de los demás habían llenado su alma durante tantos años y que tanto le gustaba; que esta vez debía vencer o quedar vencido y que una lucha, enorme definitiva, había comenzado entre su maldad y la bondad de aquel hombre. Pero una cosa que antes ni sospechaba era cierta: que él no era ya el mismo hombre; todo había cambiado para él, y ya no estaba en su mano poder desembarazarse del hecho de que el obispo le había hablado y le había cogido la mano.»

Debemos tener presente que Los miserables es una obra escrita en 1862, medio siglo antes de la aparición de la teoría psicoanalítica, y que sería algo ridículo afirmar que el obispo podría ser un simple analista precursor. Más bien, lo que Víctor Hugo muestra en la perenne experiencia humana de cambio profundo que emerge de la acción inesperada e imprevisible de alguien.

No sé si otro eminente psiquiatra y estudioso, Michel Balint, a asumir explícitamente en su trabajo el concepto de Alexander sobre la experiencia emocional correctiva. No obstante, en su libro The basic fault (1968, página 128 -129), menciona el clásico «incidente» de la voltereta, que sirve de excelente ilustración de esta experiencia. Estaba él trabajando con un paciente, «una muchacha atractiva, vivaz más bien coqueta, de unos 30 años, cuya principal inquietud era su incapacidad de llegar a un objetivo». Ello se debía, en parte a un «temor e inseguridad paralizante que resaltaban cuando se hallaba en trance de ponerse algún riesgo, como por ejemplo tomar una decisión». Balint describe cómo tras dos años de tratamiento psicoanalítico «se dio la explicación que aparentemente la cosa más importante para ella era mantener una postura bien erguida, con los pies bien puestos sobre el suelo. Como respuesta, ella dijo que nunca, desde su más tierna infancia, había sido capaz de ser una voltereta, aún cuando, en el transcurso de su vida, hubiese intentado muchas veces hacerla. De modo que le dije: «¿y ahora?» Entonces se levantó del diván y, con gran sorpresa suya, hizo una perfecta voltereta sin dificultad alguna.

«Este hecho vino a ser una auténtica brecha. Siguieron muchos cambios, en su vida emocional, social y profesional, todos ellos en el sentido de una libertad de elasticidad mayores. Además, estuvo en condiciones de hacer frente a un examen profesional de especialización de gran dificultad, superándolo, se prometió y se casó.»

Balint prosigue luego, por un par de páginas más, intentando demostrar que este repentino cambio significativo no estaba, pese a todo, en contradicción con su teoría de la relaciones objetales. «Quiero subrayar -concluye -que la satisfacción no ha sustituido a la interpretación, sino que será añadido» (página 134).

(…)

Nardone,G. y Watslawick, P. (1992). El arte del cambio. Manual de terapia estratégica e hipnoterapia sin trance.  Barcleona: Herder